El último domingo del pasado mes de mayo celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad. Un mes fecundo en festividades religiosas, enriquecidas por el Papa Francisco con la instauración de una nueva fiesta mariana: Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, a celebrar el lunes siguiente a Pentecostés, en relación con la fecundidad de la maternidad divina de María, a la que hicimos alusión en la entrega anterior.
En efecto, la Madre, que estaba junto a la cruz (Jn 19, 25), aceptó el testamento de amor de su Hijo y acogió a todos los hombres y mujeres, personificados en el discípulo amado, como hijos e hijas para regenerar a la vida divina.
Por ello cuando celebramos la Trinidad no podemos tener la sensación de estar ante un misterio divino oculto, pues nuestra relación con Dios es una experiencia de encuentro, como la de María a lo largo de su vida, que modela y transforma nuestras vidas por amor. Sí, Dios es Trinidad, es un misterio de amor, de acogida, de ternura insondable e infinita.
Este amor omnipotente lo representa el Maestro Mateo en el parteluz del Pórtico de la Gloria con una Trinitas Paternitas, un modelo iconográfico genuinamente español, que culmina en forma de capitel la representación de la genealogía de Jesucristo, y va precedida, como corresponde, por la imagen de la Virgen. En él, flanqueados por cuatro ángeles turiferarios (los encargados de llevar el incienso), se representa a Dios Padre sentado, en actitud maternal (Dios Padre-Madre), abrazando cariñosamente a su hijo quien sostiene en su mano izquierda el Libro del Apocalipsis (Revelación), y sobre ellos el Espíritu Santo en forma de paloma.
Ésta imagen nos lleva directamente al final del Evangelio de Mateo, la única vez que aparecen juntas las tres Personas en el Nuevo Testamento, en la que el Resucitado reúne a sus discípulos en Galilea y los envía a la misión universal: Id pues y haced discípulos a todos las pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (Mt 28, 19-20). Jesús los –nos– envía a todos los pueblos, quiere que su Iglesia sea una Iglesia misionera, en camino, que seamos discípulos misioneros, semillas del Reino aquí y ahora, pues todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús (EG. 120). Nos ha pedido vivir el amor a Dios y al prójimo como el mandamiento principal y vivirlo en comunidad.
Francisco R. Durán Villa